17 nov 2012

Mi vida antes de Bruguera - Una historia de la posguerra

En el capítulo 4º de “Mi vida en Bruguera” comenté que, a los diez años, entre en un centro de “Minyons Escoltes” (Boy Scouts). Lo que no hice entonces es explicar algunas cosas que me sucedieron, pues mi vida empezó antes de Bruguera.
En aquella época de dictadura estaba todo prohibido y el escultismo, que era habitual en todos los países democráticos, era una más de las cosas prohibidas y perseguidas por la dictadura. Éramos unos trescientos en Cataluña y algunos también en Valencia. Creo que en el resto de la península no existía.
En todos los países fascistas o nazis los habían sustituido por “juventudes hitlerianas”, en Alemania, fascistas en Italia y falangistas en España.
Era una época que recuerdo en “blanco y negro”, como una película de Fellini. Teníamos racionamiento, y el pan blanco no acostumbraba a estar en la mesa de casa, como ningún otro lujo que hoy sería de lo más corriente.
Como que la vida era dura en la posguerra, en casa me inscribieron en un centro de “minyons”, como he dicho. Era el modo de tener una formación democrática y, al mismo tiempo, poder divertirnos y vivir la montaña de una manera sana. Las excursiones que hacíamos, normalmente, eran cerca de la ciudad y costaban poco dinero, algo que en casa iba escaso en aquellos tiempos. La democracia era algo fundamental para nosotros y allí empezamos a hablar también de la unión de Europa, o sea que todo esto lo mamé desde la infancia.
Mi vida cambió completamente desde que entre en el grupo de “minyons”. Fuera, tanto en la escuela como en la vida normal, todo estaba prohibido, desde hablar en mi lengua hasta no poder circular por la calle sin que, por alguna razón te obligaran a levantar el brazo en el saludo típicamente fascista. En casa, que eran todos republicanos y perdedores de la guerra, ya estábamos acostumbrados a escaquearnos, ocultarnos, para no tener que hacerlo.
Y así llegó un día en que viví una de las aventuras más extraordinarias para un niño de doce años como yo. Sucedió un fin de semana que fuimos de acampada con los Boy Scouts.  En aquella ocasión, nos íbamos a reunir casi todos los que había en Catalunya en un prado en lo alto del “Montnegre”, una cordillera entre el Montseny y la costa del Maresme.
Como de costumbre iniciamos la excursión con un juego de pistas. Cada grupo salió desde su lugar habitual y fuimos encontrando señales que nos indicaban el camino a seguir: una nota oculta en un árbol, una marca en el suelo y así llegamos, después de varias horas de diversión, hasta el lugar de reunión en lo alto de la montaña. Cada patrulla (la mía éramos los “águilas”) tomó un lugar para acampar. Éramos en total casi doscientos niños entre diez y doce años y nos acompañaban nuestros “guías”, siete u ocho muchachos de unos veinte años, que habían organizado los juegos y las pistas para que llegáramos allí y cuidaban de nosotros.
Al oscurecer, los guías nos dijeron que íbamos a realizar un juego aquella noche: dormiríamos en nuestros sacos, al, aire libre, pero debíamos “camuflarnos” para que nadie nos viera. Un juego más de los muchos que hacíamos. Antes de dormirnos, a lo lejos, vimos luces de automóviles que subían por los caminos de montaña. Después supimos que eran camiones.
Debían ser las seis de la mañana cuando oímos una corneta tocando diana: algo muy raro que nunca había sucedido pero pensamos que seguía formando parte del juego. Fue entonces cuando vimos llegar a un centenar de hombres, muchos de ellos armados, incluso con “puños de hierro”, que nos hicieron levantar con no muy buenos modos. Tardamos un rato en darnos cuenta de lo que sucedía. Una centuria de falangistas habían llegado al anochecer, nos rodearon, y por la mañana tomaron nuestro campamento como en una película del Oeste: nosotros, naturalmente, éramos los indios,
Nos reunieron a todos en un prado y no recuerdo que hicieran daño físico a nadie, pero el daño moral, el miedo y la incomprensión de todo aquello nos acompaño durante mucho tiempo. Nos quitaron las camisas y nuestros fulares con los colores de cada patrulla y cualquier insignia que lleváramos.
Yo pertenecía al Ramón Llull, el único grupo que no era confesional, los demás eran todos católicos y el dirigente era mosén Batlle, un sacerdote ya anciano que ofició una misa.
Los niños estábamos reunidos y atemorizados, como he dicho, y los falangistas formaron un batallón militar, vestidos con sus uniformes de camisas azules, y llegaron cantando el “Cara al sol”. Entonces sucedió algo parecido a lo que pasaba en la película “Casablanca”, cuando los nazis cantan su himno, en el café de Rick, y los franceses contestan con “La Marsellesa”. Pues los niños nos pusimos a cantar “La santa espina”. A pesar de ser unos críos, nuestras voces superaron las suyas, también, y fue en lo único que pudimos ganar.
Se llevaron detenidos a los chicos mayores y a mosén Batlle (que a consecuencia del disgusto que pasó no tardó mucho en fallecer). Nosotros volvimos, desde la montaña hasta el mar, cada grupito por su lado, igual que habíamos llegado, con la sensación de haber vivido algo parecido a una película: cien hombres armados nos habían asaltado, quitado las camisas y fulares, y tal vez estaban orgullosos de haber asestado un duro golpe a unos “rojos separatistas y masones” como decían entonces.
Esto sucedió en 1950. Muchos de vosotros no habíais nacido y aquellos niños nos sentíamos catalanes y europeos. Teníamos la desgracia de pertenecer a la España que perdió la guerra civil, la democracia y la libertad.

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